La perfección de la adaptación de los animales al medio, y la “sabiduría”, la riqueza y la complejidad de sus instintos y de su comportamiento son impresionantes. Todo ello proviene de su evolución específica, de la acumulación de la especie. Claro está que parecería muy poca cosa en comparación con el desarrollo histórico del hombre; pero si se hace abstracción de las pequeñas variaciones individuales sin importancia, esas adquisiciones son el hecho de todos los individuos de una especie determinada, y al naturalista le basta con estudiar uno o varios de éstos para tener una noción correcta de la especie en su conjunto. Para el hombre la situación es totalmente diferente. La unidad de la especie humana parece que no existiera. Esto no deriva,, desde luego, de las diferencias en el color de la piel, la forma de los ojos, -ni otros rasgos puramente exteriores, sino de las grandes diferencias que existen en las condiciones y los modos de vida, la riqueza de la actividad material y mental de los hombres y el nivel de desarrollo de sus fuerzas y aptitudes intelectuales.
La causa estriba, pues, en las leyes objetivas del desarrollo de la sociedad, independientes de la conciencia y de la voluntad de los hombres.
En el capitalismo, hasta esta actividad limitada y unilateral es enajenada del hombre, como si perdiera la riqueza de su contenido. Los obreros fabrican máquinas, palacios, libros, etc., que se convierten para ellos en cierto número de productos de primera necesidad. No ocurre de modo distinto, desde este punto de vista, en el otro polo social del capital. Para el capitalista, la empresa que. él posee no es una. Empresa que produzca tal o cual mercancía, sino una empresa que produce ganancia. Por eso está dispuesto a producir cualquier cosa, inclusive los medios de destrucción más terribles, cuya utilización puede tener consecuencias que recaigan también sobre él.
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